Jorge, mi amigo, está al teléfono. Hace dos horas que está atrapado en el Periférico y acaba de perder una entrevista de trabajo. Como si fuera poco, un poco más tarde tenía una cita con una chica guapísima y ahora está en riesgo de no llegar: ella trae apagado el celular y no hay forma de avisarle.
Sobra decir que está desesperado, el pobre. Allá afuera hace bastante calor. El humo de los autos se atora en los túneles por los que mi amigo tiene que desfilar a vuelta de rueda y en el radio no pasan nada interesante. El estrés se le acumula como una capa de polvo invisible, irritante y adhesiva. El sudor corre por su frente. Está de pésimo humor y, para colmo, un ligero beep le acaba de anunciar que la batería del celular está apunto de extinguirse. ¡Qué día tan terrible! ¿O no? Se corta la comunicación.
Los habitantes de las grandes ciudades nos hemos tenido que acostumbrar a un montón de malestares cotidianos de los que aparentemente no hay escapatoria. El tráfico es uno de ellos. Algunas personas se lo toman con calma: leen el periódico mientras avanzan a 3 kilómetros por hora, se maquillan, escuchan el radio o van comprando todo lo que se les ofrece en el camino. Otros, en cambio, disparan el claxon como si fuera un arma de destrucción masiva y buscan inútilmente un botón en el tablero de coche para convertirlo en helicóptero y salir volando de ahí.
No faltan las anécdotas sobre gente que se queda dormida mientras espera que la fila interminable de autos avance otros cinco metros. O los que, enloquecidos, abandonan su auto entre el infierno de asfalto y, aflojándose la corbata, renuncian de una vez al tráfico y a su matrimonio para ir a surfear y a vivir de la pesca en una playa lejana.
El tráfico en las ciudades es tan frecuente que se ha convertido en el pretexto más usado para justificar la impuntualidad. “Lo siento, jefe, había un tráfico del demonio…” Tan usado, que hoy en día ya nadie lo cree. El tráfico no sorprende a nadie: “¿por qué no saliste de tu casa una hora más temprano?”, sería la respuesta lógica.
¡Ajá, eso es! No podemos evitar el tráfico, pero sí que éste nos arruine la vida: salgamos una hora más temprano y listo. ¿Y cuando no se puede? ¿Qué tal que contamos con el tiempo justo entre una ocupación y otra? Bueno, en ese caso no parece haber mucho que hacer.
Usar bicicleta o moto para recorrer distancias kilométricas bajo el sol o la lluvia, entre los baches y los automovilistas descuidados… no, no parece una buena opción. Y usar el transporte público no siempre resulta mejor que moverse en automóvil particular, en especial cuando el metro se para en cada estación varios minutos y se llena hasta los rincones.
¿Entonces qué salida nos queda? ¿Estamos los hombres modernos condenados a vivir en el tráfico? ¿A pasar cuatro o cinco horas diarias atorados entre automóviles? Hace algunos años, una encuesta realizada en Alemania descubrió que la mayoría de los hombres piensa en sexo cuando está en el tráfico. Se me ocurre que eso sólo puede empeorar la situación: ¡qué prisa por llegar a casa!
Suena el teléfono, es él. Con la última rayita de poder ha logrado llamar de nuevo: “lo logré: me subí al camellón, salí a la lateral y ahora estoy fuera del tráfico… pero no tengo idea de en dónde”. Parece que Jorge, en su desesperación por huir del tráfico, ha encontrado un atajo perfecto hacia las oscuras calles de una colonia lejana que no conoce, y ahora puede manejar tan rápido como el miedo a terminar en un callejón sin salida se lo permita.
No, parece que no hay escapatoria. La parte buena es que también podemos reírnos del tráfico. Vean estos ejemplos, en la comodidad de su escritorio, lejos del tráfico: